miércoles, 25 de noviembre de 2009

TIROL


La luz del arbotante de la calle, y es cosa que todavía no descubro como es que sucede, da de tal manera en el tirol planchado de la pared de la cocina, que produce sombras caprichosas que hacen ver figuras extrañas. Un avión de hélices, la cabeza de un león, una carreta tirada por bueyes, el casco de Darth Vader, un rostro enojado, un trozo desnudo (se parece al de mi mujer, qué curioso), un príncipe a caballo, una margarita a medio deshojar.
“Ya sé, las figuras comenzaron a tomar vida y a jugar con los trastos de la cocina”, dijo el pequeño Braulio. “No m’hijo, eso sería imposible. Son solo sombras que se producen por la luz de afuera”.
“Ya sé, el león se escondió en la cacerola grande, porque él es muy grande, para atacar al príncipe y comérselo”, insistió el pequeño Braulio. “No m’hijo, un león no cabe en una cacerola”.
“Ya sé, pero el príncipe toma la margarita para defenderse del león malo y le arroja polvos mágicos para que se duerma”, siguió el pequeño Braulio. “No m’hijo, las margaritas sueltan polen, y el polen no es para dormir”.
“Pero el león se agachó y los polvos mágicos le cayeron a Darth Vader, que se quedó dormido sobre la carreta, y se lo tuvieron que llevar al hospital”, gritó el pequeño Braulio. “Bueno m’hijo, para comenzar Darth Vader es un personaje que...”.
“Y en el hospital, que estaba en la tostadora, lo curó un señor con cara de enojado, que juró ayudarle a Darth Vader en su venganza, utilizando su avión de hélices”. “Mira Braulio, no hay espacio en la cocina para que el avión despegue, y tampoco existe...”.
“Desde el avión el señor enojado y Darth Vader le aventaron caballos al príncipe, que lo aplastaron y lo mataron”, definió el pequeño Braulio. “Los príncipes son buenos, m’hijo, ¿porqué lo mataste?”
“Yo no lo maté, fueron Darth Vader y el señor enojado. Además querían atacar al león, que por cierto, ¿dónde está?”, concluyó el pequeño Braulio.
Al hacer el peritaje y la reconstrucción de los hechos, los del Ministerio Público me llevaron a la delegación en calidad de detenido en lo que se hacían las averiguaciones previas. El pequeño Braulio se tuvo que quedar en casa de su abuela en lo que conseguía yo un abogado. El abogado renunció al caso en cuanto le dije que había sido el pequeño Braulio el autor de todo esto. Me tachó de cobarde y mal padre. La reina y el rey fueron a levantar un acta acusándome de asesinato con las tres agravantes de su hijo, el príncipe muerto. Al hablarles de que todo aconteció porque el ataque era para el león y no para Darth Vader, que todo era una desafortunada confusión, me sentenciaron a morir aplastado arrojándome caballos. Hasta se me ocurrió tomar una margarita y aventarles polvos mágicos para hacerlos dormir, pero las margaritas solo arrojan polen (en eso sí tenía yo razón). Lo cual me hizo pensar que Darth Vader fingió estar dormido, y por eso ya tenía planeado el atentado, y lo único que le hacía falta era convencer al señor enojado y llevar a cabo su venganza. Necesitaba urgentemente pruebas y testigos. Tuve que escapar de la delegación en la carreta tirada por bueyes, e ir en busca del león, quien seguramente daría una versión de los hecho acorde con la realidad, y testificaría a mi favor. Encontré al león dentro de la cacerola grande (no se había movido de ahí porque en el fondo era un cobarde), y le pedí que me acompañara. Sonó el teléfono. Contesté. Era Darth Vader, quien tenía prisionero al pequeño Braulio en casa de la abuela, la cual estaba amarrada a una silla que yo le regalé en Navidad. Me pidió un avión de hélices para huir a Nairobi, y garantías de seguridad para él y el señor enojado, o de lo contrario le aventaría un caballo a la abuela y otro al pequeño Braulio para que murieran aplastados. Colgué, y el león y yo nos subimos a la carreta tirada por bueyes para ir a casa de la abuela e impedir tal braulicidio. Al salir tan intempestivamente de mi casa, no nos fijamos que golpeamos el arbotante de la esquina con una de las ruedas de la carreta tirada por bueyes (nunca aprendí a manejar esas cosas), y lo tiramos. La luz del arbotante se apagó, y tanto la carreta tirada por bueyes, como el león, el príncipe muerto, Darth Vader, el señor enojado, el avión de hélices, y la margarita desaparecieron.
Solamente quedó el torso desnudo aquel, que es de mi mujer, quien abrazándome cariñosamente en la cama de nuestra recámara, me pasó una margarita por el rostro, para que yo pudiera dormir.
“¿Y Braulio?”, pregunté. “En casa de la abuela. Se va a quedar a dormir allá con ella porque quiere mostrarle una silla que le trae muchos recuerdos, y que quiere regalarle en Navidad.”

TELÉFONO


Hola mi amor. (....) ¿Te desperté? (....) Mira, perdóname pero (....) Sí, es bastante tarde para ti, tú bien sabes: la diferencia de horarios. Llamé a esta hora para estar seguro que estarías en casa. ¿Cómo te fue hoy? (....) Ya veo, ¿Y qué tal va todo? (....) Me da gusto. (....) Qué bien, eso es una gran noticia. (....) Qué bien, me alegro. (....) Yo bien, gracias, por acá todo bien... Te extraño mucho (....) Sí, yo sé que solamente son seis meses, pero igual te extraño. (....) Pues aquí en casa, sin mucho que hacer. (....) No, para nada, va todo muy bien; hoy salí a las siete, y por eso estoy en casa temprano. (....) No pienses ahora en eso. (....) No, lo único es que tenía ganas de oírte, y por eso llamé. (....) Mira que casualidad, yo también estoy recostado en la cama... Y... extraño tu cuerpo. (....) ¿De verdad? (....) ¡Ah. sí! ¿Y qué más has pensado? (....) Claro que sí, ahora mismo. (....) ¿Por qué no? No hay nadie. (....) ¿Y tú... y tú compañera de cuarto... ella no está, verdad? (....) Qué importa el precio, para eso es el teléfono. No pienses ahora en eso. Extraño tú cuerpo, me lo imagino así, sin nada. (....) Sí, ya me lo estoy quitando. Quítatelo tú también. (....) Me voy a comenzar a tocar, suavemente. (....) Sí, sí, sí, como si estuvieras aquí. (....) Me gusta mucho, sí, ¿y qué más te estás tocando? (....) Ya estoy en eso, solamente me faltan dos botones. (....) ¿Ah, sí? (....) ¿Y qué te imaginas? Dime qué te estás imaginando. (....) Claro que estoy tocándome, ¿tú te estás tocando también? (....) Mmmhh, me gusta que me lo digas así. (....) Así, como antes, en la boca, en la oreja. (....) No pienses ahora en eso. ¿Qué más? (....) Mordiéndote... (....) Mordiéndote, mi amor. (....) ¿Sí quieres eso, quieres que te muerda más? (....) Eso es amor, eso es, sigue. (....) Eso es. Así, dime más cosas. No te detengas y no pienses ahora en eso, que ya lo pagaré el mes entrante. (....) No te detengas, solo... (....) Siento como si... (....) Como si... (....) ¡Aaahh! Qué cosa, amor. (....) Sí, delicioso, ¿y tú? (....) Qué rico. Sí. (....) No importa, no pienses en el precio, ya llegará el recibo... (....) Yo también, amor, yo también. (....) Adiós.

Al mes siguiente llegó, puntualmente como es ya costumbre, el recibo para pagar el servicio telefónico, con el desglose de la tarifa por cobrar. Servicio medido, llamadas a teléfono celular, llamadas de larga distancia, y una notificación responsiva por parte de las padres del aparato telefónico al que le hice el amor hacía un mes, exigiendo una pensión alimenticia para la manutención del telefonito que venía en camino en el vientre del teléfono, con un citatorio incluido exigiendo me presentara a juicio por abuso de confianza, faltas a la moral, y sexo ilícito a un teléfono, pasando por encima de su libre albedrío, y sin su consentimiento. Por supuesto que le llamé inmediatamente a mi novia, ya que se encontraba estudiando en la Universidad Complutense de Madrid, para decirle que lo nuestro no podía continuar. “Sí, hay alguien más. Mi teléfono y yo estamos esperando un hijo”.

PINZAS


Evidentemente las pinzas de panificadora fueron inventadas por razones de higiene. Sería un grave problema de salud público si de la noche a la mañana todo mundo decidiera tomar el pan con los dedos. Pero de un tiempo para acá el país entero ha empezado a desconfiar de la higiene de las mentadas pinzas. Nada más real que la sabiduría popular. El zoológico bacteriológico que habita en la punta de cada uno de esos artefactos debe tener cualquier cantidad de barbaridades infecciosas. Tantas, que cuando le pregunté a Leticia a qué hora iba por el pan, me abofeteó porque juraba que yo la estaba tachando de puerca.
- Pero cuál puerca, primor del cielo, - le dije acelerando el paso para alcanzarla, - si lo único que quiero es aprovechar que sales para estar juntito de ti.
Mayormente indignada por mi aparente hipocresía, me soltó un rodillazo en la boca del estómago.
- Pero si son cosas que dice la gente, cariño del señor santo, - le dije con dificultad para respirar, - ¿a poco tú crees que las pinzas de la panificadora son una inmundicia?
Sin pudor alguno se quitó unos de sus zapatos de tacón puntiagudo, y me lo encajó en el cráneo a la altura de mi parietal derecho. Ella es zurda congénita.
- No te disgustes conmigo, capullo de todos mis anhelos, - le imploré al mismo tiempo que con un pedazo que me arranqué a la camisa trataba de contener la abundante hemorragia, - si yo sería incapaz de decir cualquier cosa que te lastimara.
No había terminado de hablar cuando ella sacó un desarmador de su bolso, que le había yo regalado cuando cumplimos una semana de novios, y me lo encajó en los testículos provocándome además una fractura conminuta en mi hueso sacro.
- Pero preciosidad del universo conocido, - le lloré restregándome por el pavimento, - si quieres podemos platicarlo con calma, ya que creo que se trata de un desafortunado malentendido.
Leticia me lanzó una mirada tal que me hizo retroceder, sin percatarme que me estaba aproximando a la avenida. Me tropecé con la banqueta y caí en plena calle, cuando pasó un tranvía que me cercenó la mano. ¿Hacia dónde habrá rodado mi reloj? Afortunadamente ella es zurda congénita, y cuento con ella para lo que se me ofrezca hacer con la siniestra.
La gangrena fue invadiéndome hasta llegar a mi hombro... Y claro que sería una falta de respeto, como bien me dice Leticia, tomar el pan con las pinzas – de por sí insalubres - y menos con la avanzada infección que me cargo en el muñón izquierdo.

PIE


Hoy leí en el periódico una noticia terrible: este martes van a demoler el “Café Los Pobladores” y a construir en su lugar un estacionamiento. Si la compañía demoledora supiera que más que borrar del mapa al sitio donde se preparaba el mejor café vienés de la ciudad, estaban por destruir uno de los lugares que me traen mis dos peores recuerdos que tengo del año antepasado. Primero, ahí fue donde me di cuenta que no he viajado por el mundo todo lo que me hubiera gustado. Y segundo, ahí en ese “Café Los Pobladores”, en cierta ocasión, olvidé mi pie derecho en una de las mesas. Y no hay que darle muchas vueltas al asunto, simplemente así fue, se me olvidó llevármelo.
Cuando me percaté de mi desafortunado olvido, obviamente regresé al “Café Los Pobladores” para preguntar por mi pie. “No, fíjese. Yo me acuerdo que estaba usted ahí sentado efectivamente, pero al recoger la mesa no vi nada. A lo mejor se lo llevaron los señores que se sentaron ahí después de que usted se fue. Ellos trabajan no muy lejos de aquí, en McGregor & McRogers”.
Salí corriendo del “Café Los Pobladores”, y me dirigí a las oficinas de McGregor & McRogers. Pero no fue así, ya que correr era tarea más que imposible. Al cruzar la calle me di cuenta de lo altas que son las banquetas en esta ciudad. Llegando a McGregor & McRogers, pujante empresa con el elevador descompuesto, subí por las escaleras los tres pisos más grandes de mi vida. En el tercer piso había un pasillo a la derecha y un pasillo a la izquierda. Recuerdo lo tedioso que fue esperar a que alguien pasara por ahí para preguntarle por la oficina exacta que estaba yo buscando, y así no caminar de balde. Ya que hube obtenido esa información, atravesé el largo pasillo, donde lo encontré ningún asiento donde descansar. Nótese que recorrer la distancia que existe entre “Café Los Pobladores” y el punto donde me encontraba era como para cansar a cualquiera.
“Disculpe, ¿es de usted este pie derecho?”, oí que susurraba una vocecita. “Sí, es mío”, le contesté a una señorita bajita entre jadeos de emoción y cansancio. “Pues a nombre de McGregor & McRogers le doy las gracias por su cooperación, ya que este pie nos es de gran utilidad aquí. Sería un error para este pequeña empresa devolvérselo. Pero le estamos eternamente agradecidos”.
Mi pie cumplía las funciones de un pisapapeles talla ocho, que impedía que las facturas por cobrar de McGregor & McRogers salieran volando por los aires, porque era asfixiante para los empleados de contabilidad trabajar con las ventanas cerradas, ya que reducía su rendimiento laboral en un veintisiete por ciento mensual a causa del aire no circulante, lo cual causa en McGregor & McRogers una derrama económica tal, que los directivos tomaron la determinación, en sesión extraordinaria, de sanear las cuentas de la empresa empleando para ello todos los recursos disponibles.
El “Café Los Pobladores” fue demolido. El estacionamiento para el cada vez mayor número de empleados de McGregor & McRogers funciona regularmente. Y yo tengo la fortuna de contar con descuentos en la compra de boletos de avión por mi condición de cojo, para ir por ejemplo hasta Viena y así degustar del café vienes que allá les sale tan bien.

PAJARITO


- Se los juro, miembros del Jurado. Abreviemos de una maldita vez esta masacre jurídica y penal contra mi persona para así irnos a cenar a nuestras casas temprano, ¿les parece? Les digo que sé perfectamente el tipo de aseveración que estoy afirmando, ya me cansé de repetírselos. Pero créanme que no estoy echando mano de otra cosa sino de la verdad. De mi boca hoy solamente ha salido la verdad; es lo único que me interesa exponerles aquí. Sé que no es de lo más agradable tener la sensación que seguramente ustedes experimentan, y en ese sentido comprendo el motivo que les hace tener las expresiones que tiene sus caras ahora al escuchar esto, pero así sucedieron los hechos. Así como les digo. Tengo la verdad jugando de mi lado y mi conciencia está tranquila. No soy ningún cómplice de este artero crimen que hoy se investiga, ni pretendo desviar mis intenciones de llevar una vida tranquila y inclinada hacia la paz que siento conmigo y con mis semejantes. Llevar mis pasos hacia los caminos de los homicidios en quién sabe qué grados y esas cosas que me quitan el sueño, más los miles de problemas que de por sí la vida cotidiana se ha encargado de ponerme enfrente, es cosa que no me interesa. Pero, ¿qué hago, si no es más que la verdad, y nada más que la verdad, cuando les digo que conozco santo y seña del asesino de este crimen porque me lo dijo un pajarito? Y antes de que suelten una vez más la carcajada, permítanme repetírselos una vez más, las veces que sean necesarias, para que aprecien mis ojos detenidamente – los ojos no mienten, bien decía Don Gervasio – para que puedan observar a través de ellos que efectivamente tal información llegó a mis oídos porque me la dijo un pajarito. Un pajarito, miembros del Jurado. Sí, de esos pajaritos que uno ve en las plazas y que ni siquiera repara en ellos por tratarse de pajaritos comunes y corrientes. De esos chiquitos, con sus alitas, y su piquito, y que no hacen más que comer migas de pan que les arrojan los ancianos – como Don Gervasio, por ejemplo – todos los domingos. A esos me refiero. Como ese que está ahí. Y no me vayan a tomar por favor como un ignorante que no conoce de dónde viene el dicharacho popular ese, que hace alusión a proteger la identidad de alguien a quien no se quiere delatar, ya sea por lo incómodo de cierta situación quizá, o por simple pudor de quien suelta equis información, que no quiere evidenciar a su informante. Si sé perfectamente de lo que hablo. No sé ni cuantas veces yo mismo he usado tal expresión, incluso. Pero esta vez, la uso en su sentido literal, y no quiero proteger la identidad de nadie. Muy por el contrario: soy de la opinión que el asesino debe purgar la condena que corresponde a alguien que le ha quitado la vida a Don Gervasio – que Dios tenga en su santa gloria. Y aquí es donde quiero que me pongan mucha atención, porque la cosa no acaba aquí. Porque podrían preguntarme, y con razón, ¿y qué orilló al pajarito a decirme quién mató al pobre de Don Gervasio? ¿Por qué me lo dijo precisamente a mi? ¿Qué ganaba el pajarito con decírmelo? Y la respuesta es muy sencilla: descargar su alma. ¿Se pueden imaginar ustedes lo que es cargar con la culpa que debe suponer guardar tal información. La culpa, que como sabemos, carcome inmisericorde, como los orines al pavimento, cualquier conciencia, por cimentada que esté. Yo me pongo un poco en los zapatos de ese pajarito, en los zapatitos mejor dicho, y no debe ser nada agradable seguramente saberse cargador de semejante culpa sobre esos hombros tan diminutos. Ya me imagino. Mucho peso para un cuerpo tan minúsculo. Pese a ello, las leyes son las leyes, eso sí, y deben cumplirse. Sobre todo tratándose de Don Gervasio; a quien se le quería demasiado en este condado, y se le recordará por siempre como el viejecillo inocente aquel que le daba de comer a los pajarillos en las plazuelas, sin hacerle daño a nadie. Y lo siento por el pajarito, pero la verdad nos hará libres. El pajarito ese que está ahí, mirándonos, es el asesino. Él mismo me lo dijo. Miembros del Jurado, encarcelad al homicida. Debe pagar por su acto artero y cobarde. Y que se reintegre a la sociedad hasta que haya purgado su condena. He dicho.
Veinticinco años después, suena el teléfono. Contesto, y una voz bastante familiar me dice: “¿Me reconoces? Acabo de salir de prisión. He pagado ya mi deuda con la sociedad por el homicidio en tercer grado que cometí. Aún así no me arrepiento: Don Gervasio era una pesadilla con su sola presencia, y sus migas de pan, y su soledad, y su irritante amabilidad. Solamente quiero que sepas que el peor delito que se puede cometer es la traición. Date por muerto”. Y cuelga...

NOTICIA


“Eres muy...”, fue lo único que todavía alcancé a gritarle a la casi enana señora aquella, antes de que volara un extremo de su rebozo ennegrecido, cruzando su pecho de abajo para arriba y de derecha a izquierda, al tiempo que alzaba la barbilla para darle espacio a su trayecto antes de caer, como caen los desaparecidos, sobre su hombro siniestro. No perdí el tiempo en preguntarme una y seis veces cómo fue que dio con mi domicilio esa cualquiera - ya que apremiaba más lo otro, lo importante - pero sí que me detuve a cuestionarme, a darle vueltas para ver todos los ángulos, cuál había sido el motivo por el cuál yo era la depositaria de tan envidiable noticia. Intenté seguirla hasta la calle, bajando las escaleras de tres en tres, pero la muy invisible tomó el autobús que suele pasar a esa hora frente a mi domicilio, y desapareció como lo hacen las que dan noticias así. ¿Pero por qué la seguiste hasta la puerta?, me pregunto dos décadas después mi hermana María Violeta, en una Navidad de tantas; a quién le contesté con un inexplicablemente gélido “me sirves más cordero, por favor”, y vaya que no se volvió a tocar el tema nunca más sino hasta que, dos décadas después, la diminuta mujer del rebozo oscuro se llevó a mi hermana María Violeta sin decir nada. Que porque ya le tocaba, que por que ya era tiempo, que porque a todos nos va a tocar tarde que temprano, que porque con un cáncer así cómo se nos ocurría que no. “Morirás un día tú también”, fue lo que entre dientes se me desparramó. Seguí a la casi diminuta señora hasta la entrada de mi domicilio impulsado por tantas películas que he visto donde así es que sucede (y que está bien hecho así). No me tortures con preguntas que no te sé responder. Lo que sí quiero que sepas es lo que la muy sotaca y desaliñada me confesó aquel día: la fecha de tu muerte. ¡No me mires con esos ojos de “me dan ganas de matarte” que no me están pareciendo nada cómodos! Si yo tengo un libro tuyo, o una revista, no sé, o algún suéter para el frío que es más canijo cuando la compacta mujer ronda, o un disco compacto que me hayas tú prestado – buen ejemplo me ha venido a la mente ahora - decente es que te lo devuelva, ya que es tuyo. Y, perdón, pero la fecha de tú muerte es tuya, no mía. ¿Para qué la quiero yo? Solamente me hace bulto entre todas mis cosas. Me pareció lo más adecuado dártela, para que tú la tengas, para que tú la guardes y la archives donde mejor luzca en tú casa o la coloques donde esté a mejor resguardo, tú decide. Mira, te veo llorar mucho, así que me retiro, ¿eh? Tú tranquilo, descansa en paz, asimílalo con calma, vete haciendo a la idea ya que nada hay más chocante que la gente evasiva, y lávate bien los dientes, que un muerto con mal aliento si que apesta. Tómate un té de esos que solo las abuelas saben para qué sirven, tápate que ya está bajando la temperatura, y prende la tele que para eso está. Te veo más después, ¿sí?

Siempre le he guardado un rencor rancio a esa anciana - ni que fuera tan alta. Ahora que me reúno contigo, hermana querida, y contigo, querido amigo del alma – mira cómo has cambiado, cabrón – les confieso que a mi nunca me concedieron esa dicha que a ustedes sí. Yo tuve que surcar con angustia esta vida, con la posibilidad permanente sobre los hombros de saber que quizá hoy, pero quizá no, me podría morir sin decir agua va. Esperando a la enjuta vieja chaparra, preparando su llegada, y sin esa fecha, ese ultimátum que, pienso, me hubiera dado la entereza que yo busqué siempre para vivir con plenitud...

MONÓLOGO


No todo en la vida es teatro. Sonó la campanita, señal inequívoca para la producción de saliva: la comida ya está lista. Hace hambre. Abro la portezuela y saco del microondas la comida completa correspondiente al jueves. Parece mentira: abres el empaque, agregas agua y los polvos que vienen en el sobrecito, y listo. Una de las ventajas de la modernidad es que existe toda una infraestructura para quien come sin compañía alguna. Buen provecho. Sonó el teléfono, señal inequívoca del enfriamiento automático de mi almuerzo. ¿Aló? “Habla Soledad, ¿te acuerdas de mi?” Puta madre, ¿cómo borrar de la memoria a quien por error le di mi número telefónico aquella vez, por no ser descortés o por pretender ser amable, no sé, qué diablos, y que hasta hace no mucho me había estado llamando a las tantas de la madrugada rogándome para salir juntos o tomarnos un café para conocernos o pidiéndome un consejo absurdamente mal planteado o un poco de cariño aunque sea? ¿Cómo borrar definitivamente de mi cabeza esa voz grave pero chirriante - ¿sí me explico? – que con el pretexto estúpido de “tu papá y mi mamá se conocen, son colegas de la Asociación” pretendía desprenderme alevosamente de mi huraña convivencia conmigo mismo?
Cómo olvidarte, le contesté. Dime. “Hablo para saludarte, porque tengo un monólogo que me gustaría que me dirigieras. Cuento con los derechos de la obra, con algún dinero para poder producirla – hay un empresario interesado en tenerla en su teatro para la próxima temporada - y mi absoluta disposición para que ahora sí trabajemos juntos.” ¿Qué pretende esta loca con la que no quiero estar al hacerme una proposición de esa naturaleza? Como toda persona dedicada al teatro no sé decir que no. Acepté, tras poner condiciones muy puntuales que me favorecieran (como hace toda persona que no se dedica al teatro). “Accedo dirigirte tu monólogo si a cambio posas para mí, desnuda, un número de sesiones equivalentes al número de ensayos que nos tome terminar de montarlo. A últimas fechas he estado aficionándome a un asunto donde no le tengo que rendir cuantas a nadie: la fotografía.” No me interesa tener ningún contacto de ningún tipo con esta chiflada que está para ser atada a la de ya, pero alguna ventaja debía sacar de mi “no saber decir que no”. Bien, pues tras un silencio roto por el sonido característico que hacen sus dedos contra su cabellera al rascarse, aceptó. Y como ella aceptó, yo acepté.
Ni ella había posado desnuda antes, ni yo soy el fotógrafo amateur que ostenté; pero he de confesar que como al cuarto ensayo que sostuvimos, que coincidió aritmética y casualmente con la cuarta sesión fotográfica, nos fuimos acostumbrando tanto yo a su desnudez como ella a mi presencia. Tanto yo a su actoralidad como ella a mis directrices. Ella buscaba nuevos ángulos que le hacían sentir dueña de sí conforme le tomaba más fotografías, y a mi me iba despertando los sentidos y destapando mi imaginación verla deslizándose por el escenario al decir esos textos.
Expuse mis - nuestras fotografías en el lobby del teatro donde estrenamos su – nuestro monólogo. La gente aprobaba con todo tipo de manifestaciones el agrado que le provocaba nuestro afortunadamente artístico encuentro multidisciplinario. Los aplausos nos alimentaban día con día, y la crítica nos escribió un altar a ocho columnas para que el público, nuestro público, nos rezara con devoción fotográficamente teatral. El reconocimiento general se quedó a dormir en nuestros corazones. Somos el orgullo de nuestros padres que, cuando iban en la secundaria, no se atrevieron a ser novios por el terror que les dio engendrar a dos hermanos que al crecer serían amantes con éxito. Nos enamoramos de inmediato al darnos permiso, un jueves, de sentir nuestras bocas juntas en un beso que evocamos cada que nos miramos tiernamente. El amor no es más que la unión de dos soledades.
Nos casamos, sí, pero no fuimos felices...

HIELO


Nunca Martín había tenido tan mala suerte como ese día. El hielo estaba muy grueso y no se podía cazar ni siquiera una foca. La noche estaba a punto de hacerse presente y no habría qué cocinar para la cena si no atrapada algo pronto para su esposa y para él. Por supuesto que la cacería de focas está restringida en esta época del año, pero cuando el hambre apremia, las leyes que intentan conservar las especies animales estorban. Pero Martín seguía ahí sentado sobre ese gran trozo de hielo esperando que apareciera alguna foca, o peces grandes y gordos que también solían nadar en esas aguas. Ello sucedía, sin percatarse Martín de que se encontraba en un cubo de hielo que flotaba caprichosamente sobre un mar de vodka tonic en el vaso de Esteban. Esteban mismo fue quien decidió que era buen momento para que todos los presentes en la fiesta de cumpleaños, alzaran juntos sus copas para brindar por Mireya, que hoy cumple quince años. “Como orgulloso padre de esta criatura, – dijo sonriéndole a todos los invitados – que más que criatura ya la veo como un sol que no ha hecho más que iluminarnos el día, brindo por mi hija y sus felices quince primaveras. Acércate Mireya para que nos tomen una foto”. ¡Clic! “Parece que fue ayer – dijo Heberto sosteniendo aquella fotografía enmarcada y recargada en la repisa de la chimenea – cuando en aquella fiesta de quince años nos reunimos toda la familia por última vez”. Y es que desde aquella fecha hasta hoy, treinta años después, todos empezaron a enfermar y a morir paulatinamente. Esteban pasó a mejor vida en la misma época cuando su hija hizo aquel viaje para no volver. Pero quien hubiera sido capaz de impedir ese matrimonio lleno de amor y ganas de ser felices. Heberto guardó esa foto enmarcada ahí, en la última caja que faltaba por embalar para así haber terminado de empacar todo para poder mudarse a Montevideo. La mudanza se llevó todo para allá. Excelente servicio, sin lugar a dudas. En Montevideo Heberto encontró rápidamente trabajo en una agencia de viajes. Gustaba mucho, en sus ratos libres, de imaginar travesías en donde él iba a los lugares que sus clientes le solicitaban. Le divertía inventar que viajaba por otros parajes, por otras latitudes. En uno de esos viajes llegó hasta el sur de Francia, donde conoció a Don Giusseppe, quien sentado en un café de esos que dan a la calle, le contó a Heberto el caso de un tal Raúl, cordobés de nacimiento, y un muy buen bailarín de tap. Raúl, para salir de unas deudas que tenía, estaba vendiendo unas litografías que había heredado de una tía abuela suya a la cual nunca quiso ver ni en litografía. Logró vendérselas a un anticuario medio sordo, que a su vez las malbarató en una subasta clandestina. Ahí fue donde el anticuario conoció a Sandra. Sandra, que para infortunio suyo y de sus alumnos de la Facultad de Química, ya que las clases que impartía cada día dejaban mucho más qué desear, se encontraba muy deprimida en aquella época porque su hermano Martín, al casarse con una tal Mireya, se había ido a pasar hambre y miseria a un lugar muy frió y lejano. Y siempre llevaba en su bolso una fotografía pequeña donde se veía claramente a la feliz pareja, con aquel paisaje helado como fondo, y con un niño en brazos, que por cierto se parecía muchísimo a Esteban, quien murió instantáneamente al enterarse que Raúl el cordobés ya no bailaría tap nunca más.

FRACASO


Cuando el fracaso toque a tu puerta, ábrele. Invítalo a pasar, pídele que se siente y ofrécele un café: que te platique que lo trae por tus rumbos. Escúchalo mirándole a los ojos. Atiéndelo cortésmente, como a cualquier visita. Pero si te dice que planea quedarse un tiempo a vivir en tú casa, no le ofrezcas la recámara principal. Dile que no tienes espacio disponible, ya que todas las habitaciones están ocupadas por la dignidad...

EXTINCIÓN


Hoy ha muerto el último oso panda que quedaba vivo sobre la tierra. El mundo entero dejó de respirar un segundo del impacto. Los gobiernos de absolutamente todos los países del orbe organizaron una ceremonia fúnebre en el exacto lugar de su fallecimiento, el zoológico de Ecatepéc, con todos los honores para el buen descanso del alma de aquel que, según las estadísticas y su condición única y última, fue el ser vivo más fotografiado en la historia de la humanidad, incluido el Papa. Tan lamentable deceso provocó el minuto de silencio de mayor tristeza que ojos humanos hayan registrados. El extraordinario porte y la sin igual figura de quien fuera el último representante de dicha especie fueron llorados durante el velatorio más conmovedor y con mayor lujo y pompa del que se tenga memoria alguna. El Papa se golpeaba contra la pared de su alcoba. He ahí un digno representante de su estirpe, era el encabezado del cien por ciento de los periódicos del planeta. He ahí al último oso panda, que murió dejándonos la imagen de un ejemplar maduro, lleno de vida y facultades plenas, para que el recuerdo de los suyos sea precisamente el de un mamífero con entera fortaleza y lucidez envidiables. El Papa montó en tal cólera que se quedó completamente calvo en cuatro horas. Ecatepéc se volvió el centro energético y religioso de mayor trascendencia entre la población terrícola. Las monedas de más de setenta países cambiaron su nombre por el de “panda”. ¿Cuánto cuesta el DVD con la vida y obra de quien amamos tanto? Su precio es de nueve pandas, señor. Las conciencias del mundo entero sacudieron sus anquilosados estándares y destinaron partidas presupuestales enteras a la preservación de especies en peligro de extinción. En Angola por ejemplo ya no saben qué hacer con la cantidad tan enorme de rinocerontes blancos paseándose por las calles de sus ciudades. Los tigres siberianos, sin ir más lejos, se han reproducido tanto que es posible encontrarlos hasta en Oklahoma. Ahora está tan barato el marfil, extraído de elefantes sorprendentemente multiplicados, que ahora se pavimentan las carreteras con ese material. Hay tantos gorilas ya, que hasta sindicalizados están. The Coca Cola Company cambió la forma de su tradicional botella por la de un panda sonriente. El Papa salió a su balcón y no había nadie en la plaza, solamente palomas (que de esas siempre ha habido un chingo en todos lados). Medallas conmemorativas con el último panda, imágenes de todo tipo en blanco y negro (los colores de moda), templos en su honor, camisetas, gorras, pasquines, llaveros, marcas de ropa y perfumes, programas de televisión, patrocinios estratosféricos, canciones, ventas de discos, (los DVDs ya subieron a veintitrés pandas), libros, revistas especializadas, conferencias, mesas redondas, plagios severamente castigados, milagros atribuidos, asociaciones filantrópicas, turismo pujante para Ecatepéc, el rating altísimo, estudios de mercado, la bolsa como nunca a la alza, y el Papa se arrojó desde su balcón. Cayó de nuca. Los bares llenos y la gente feliz, la corrupción desapareció, la población sobrepasa los índices deseable de plenitud y la dicha mundial es beligerante, vaya que sí. Y por si fuera poco, la pobreza, el hambre, las enfermedades, los vicios, el narcotráfico, los Estados Unidos, y la intolerancia étnica y racial desaparecieron. Perdimos una especie, pero ganamos tantas cosas con su partida. Sí, hay cosas que sería mejor que no existieran...

ESTRENO


Van seis veces que Luis Gerardo hace pipí en la última media hora. Y no era para menos pues hoy es el estreno. “¿Alguien sabe cómo se hace el nudo de la corbata de moño?”. El público no solo está allá afuera, sino que está allá afuera desde hace más de una hora. Hubo quien llegó a la sala de conciertos antes que el mismísimo Luis Gerardo. “¿Se le ofrece algo más?”. “Sí, que me digan si ya llegó el señor embajador, por favor”. Hay una densidad en el ambiente equiparable al agua de tamarindo sin revolver. “¿No sé si se le ofrezca un vasito con agua de tamarindo?”. “No, gracias. ¿Podría cerrar la puerta por fuera por favor?”. Los músculos de la espalda de Luis Gerardo están como rocas. “Ya llegó el masajista, ¿puede pasar?”. “No es necesario, estoy bien, gracias”. Las horas pasan, pero el tiempo parece haberse detenido. “¿No quisiera salir para que le dé un poco el sol?”. “Preferiría no, ahora no, gracias”. La hora de bajar las escalerillas que llevan al escenario ha llegado. Todos le abren paso al joven pianista. “¿Quiere que le cargue sus maletas hasta su habitación?”. “Ahora no, muy gentil, ¿pero qué maletas?” No podía faltar quien le deseara la mejor de las suertes a Luis Gerardo palmeándole la espalda. “¿Está usted interesado en comprar un tiempo compartido con nosotros?. “Ahora no, sabe, deje los folletos y yo los revisaré en otra ocasión. No, espere, ¿dónde está el escenario?”. “Es por aquí, bienvenido”. “Gracias”. Ahí está el público esperando con avidez. “¿Lo de costumbre, Campari?”. “No, Mussorgski”. “¿A qué habitación le anoto su consumo?”. “La Menor”. Un estruendoso aplauso no se hace esperar en cuanto Luis Gerardo pisa el escenario y se dirige directamente al bar del hotel. Ahí es atendido, como es costumbre del lugar, por el teclado frente a él y las partituras en el atril. “Tome asiento y en seguida le atiendo”. “Gracias, ¿puedo ir comenzando?”. “Por supuesto”.

Primer movimiento, ella se acerca. “¿Estudias o trabajas?”. “Ambas, soy pianista”. “Me gustas”. “Estoy a medio concierto, pero a mi también me gustas”. “¿En tu habitación o en la mía?”. “Hazme el amor sobre el teclado”. Segundo movimiento. “Aprovechemos el tiempo compartido, haz que se vayan todos los botones, que yo seré quien te atienda en la recepción”. Tercer movimiento, ella ya estaba casada. “¡Pero qué engaño, no se puede caer tan bajo!”. La sala de conciertos se caía a pedazos por el cerrado aplauso que arrancó la impecable ejecución de Luis Gerardo. El público no pudo haber recibido mayor muestra de talento y buena música aquella noche.

Ya sin la presión del estreno, ya en el camerino repleto de flores, ya con los reporteros ansiosos y la corbata de moño floja, el embajador se apersonó para estrechar la mano de Luis Gerardo. Se despojó del guante blanco que le cubría, y extendiéndosela le dijo; “Lo felicito en verdad. Nadie le había hecho el amor a mi mujer así, así como usted lo ha hecho esta noche”.

CARTEL


No debe ser tan difícil: es cuestión de subirse a la tablita perfectamente asegurada a las cuerdas que penden del edificio para jalar de ellas y comenzar a ascender. Un buen juego de poleas es más que fundamental, eso salta a la vista. Sentado ahí es como si el hombre araña fuera una historieta producto de los efectos de algún estimulante líquido: esto es vértigo de verdad, y no lo que me habían contado. Comienzo hoy mismo, y lo sé porque voy a estrenar uniforme de pintor de brocha gorda: es para no manchar mi ropa habitual de desempleado. Los anunciantes no pagaron a tiempo, y el contrato es terminante: a cubrirlo de blanco, a no estar más en exhibición. A mi costado derecho una cubeta con pintura, y a mi izquierda otra cubeta con trapos, brochas y una Coca Cola. La tarea sería un juego de niños si yo pudiera subir a pintar de blanco ese cartel desde el último piso del edificio en cuestión a la parte alta del anuncio por cubrir. Pero como se trata de oficinas de empresas muy importantes lo que alberga el edificio en cuestión, el departamento de seguridad me ha prohibido el acceso al techo del inmueble, por lo que debo subir a hacer lo propio desde la planta baja del edificio en cuestión hasta el piso treinta y dos, la azotea, y de ahí subir la altura de lo que viene a ser el cartel propiamente. Son muchos metros en total, pero las cuerdas se ven de un grosor que tranquiliza, y la tablita es algo más ancha que la silla en donde me sentaba en mi anterior empleo: corrector de estilo en un periódico. Es imposible caerse; y si me caigo por lo menos no perderé el estilo. Subo a puro brazo, como buen desempleado que ha dejado de serlo hasta hace unos instantes, y a cada piso las distintas escenas que veo se me revelan como quien cambia de canal a la televisión. Se aprecian perfectamente las salas de juntas. Llama la atención la cantidad de gente que hace el amor en sus oficinas. Secretarias huyendo de sus jefes importantes, intentando sujetar sin conseguirlo sus sostenes negros; jefes importantes huyendo de las empleadas de intendencia, subiéndose los pantalones a cada paso; las empleadas de intendencia huyendo de los del departamento de contabilidad, a quienes se les conoce en el departamento de estadística por lo pornográfico de sus procedimientos de aseo; los del departamento de contabilidad a su vez huyendo de las secretarias, de quienes es de todos sabido que gustan de hacerlo en el elevador, mientras el elevadorista les saca video, para ser transmitido en las fiestas de fin de año. Todos corriendo y gritando, sin corbatas y con los trajes sastre hechos bolas a la altura de las rodillas. Corren y se esconden entre los archiveros o debajo de los escritorios, no por no querer participar de este intercambio de caricias que provoca que yo empañe los vidrios del edificio en cuestión por fuera, con mis jadeos a la alza, sino para darle movimiento y fluctuación a esta empresa en donde todo es desarrollo y crecimiento. La variedad de posiciones y el número exagerado de maneras en que dos o más personas encuentren sus cuerpos desnudos me hace sentir un abultamiento creciente debajo de mis pantalones que estoy estrenando, exactamente a la distancia media entre la cubeta con pintura y la de las brochas. Nada erotiza más que una importante empresa, sólida y pujante. Yo, como el chinito, sigo mi camino hacia la cúspide, valiéndome de mis manos, jalando la cuerda (y no quise ser metafórico). Cuán caliente me habré puesto que me bebí la Coca Cola de un solo trago al llegar a mi destino. Con la lengua de fuera y bañado en sudor ardiente, contemplo el cartel de quienes no pagaron a tiempo este anuncio que espera ser borrado. Una escultural mujer anunciando quién sabe qué, con apenas las prensas necesarias para cubrir su torneado cuerpecito, conforma el espectacular. Es más hermosa que la brisa que sopla en ese momento en las alturas de esta cuidad inconmensurable. La mujer del anuncio me guiña el ojo, y sin pensarlo dos veces entiendo el mensaje. La mujer del anuncio me sonríe, sabe cómo hacerlo, y sería yo un tonto para no entender que lo que me está diciendo está modelo tamaño mega grandote es que no la deje sola en esta empresa donde el sexo y la cachondería son el pan nuestro de cada día. “No, reina mía de las flores, capullito de lencería, no estás sola en estas alturas. Para eso fui contratado en este empleo, mi bien”. Y como me da algún pudor platicarles mi vida sexual, simplemente les diré que nunca en mi vida yo había sido tan eficiente con la brocha al cubrir algo de blanco. Vaya primer día de trabajo, qué solvencia, qué colorido. Mi historia con la modelo tamaño mega grandote me hizo encontrar mi verdadera vocación. Al día siguiente presenté mi historia al jefe de redacción de los que hacen la historieta del hombre araña, y tras leerla, con un rictus en el ceño que no me gustó nada, recibí solamente un “esto solamente puede ser producto de los efectos de algún estimulante líquido”.

BOCA


Antes de que me secuestraran, no tenía idea de lo mucho que mi boca me sería útil. Y todo fue tan de esperarse, tan sin sorpresa alguna. Tres tipos armados hasta los dientes me bajaron de mi coche a empujones, me subieron al asiento trasero de un auto grande y negro, y me amenazaron con matarme si abría yo la boca. Me cubrieron con una chamarra que olía al mismo enjuague bucal que usan unos a los que todavía les debo, y me amarraron con cinta canela. ¿Secuestro express, como el café? No, me dijeron que más bien se trataba de un secuestro cortado, ya que me iban a amputar de a poquito cada vez que no se cumplieran sus demandas.
Le llamaron por teléfono a la mujer que amo. Ella contestó preocupada porque la cena ya estaba fría, pero se quedó mas fría todavía cuando oyó que le pedían una cantidad estratosférica de dinero por mi rescate. De no ser así, me cortarían un dedo para enviárselo por paquetería certificada. La mujer que amo les dijo que no teníamos esa cantidad tan enorme, ni manera de conseguirla. Diecinueve amenazas después, ya sin ningún dedo del cual echar mano, continuaron con los envíos cortándome las manos. Luego continuaron con mis brazos, empezando de afuera hacia adentro, y con mis pies y mis piernas, de abajo hacia arriba. Hasta eso, eran consecuentes los hijos de puta. La mujer que amo recibía paquetería certificada tan seguido que mejor contrató un apartado postal en las oficinas de correos, porque tanta sangre ya era imposible para quitar de la alfombra, y no teníamos ni para contratar a alguien que la limpiara.
Así pasó el tiempo, y me corrieron del trabajo por exceso de ausentismo. Ya sin extremidades superiores ni inferiores, los tres secuestradores se negaban a creer que mi mujer y yo de verdad no teníamos nada más que nuestro amor. “Pero nosotros – decían, y estocolmamente los entiendo – no queremos amor, queremos dinero. Salga a pedir limosna, o robe, pero consiga algo de dinero, por favor”.
“Pero señores, lo único que tenemos es nuestro amor”, y mi mujer recibía una nalga mía muy bien envuelta. “No tenemos nada más de valor”, y llegaba a la casa un paquete con mi hombro. “Piensen en nosotros, que nada malo les hemos hecho”, y le mandaban mi costillar izquierdo. “No pueden estar tan llenos de odio y rencor”, y mi espalda completita arribaba a casa con un sello de urgente.
Así siguieron con mi panza. Luego con mi torso, mis lonjas, y el pobrecito de mi ombligo. No tardaron en ir por mi cadera, luego mi pubis enviado en dos partes por aquello del sadismo. Mi cuello, mi mandíbula, mi nariz con todo y tabique desviado, y mi nuca que por cierto conocí ese día. Mis ojos que se han de comer los gusanos, mi frente, mi coronilla, las dos orejas y el rabo.
Hartos ya de tanto cercenar, los secuestradores me devolvieron a la mujer que amo justo el día de nuestro aniversario. Solo me queda la boca, que ahora soy yo mismo. Pero no todo estaba perdido. Aunque a veces pierda la entereza, o llegue a casa hecho pedazos, sé que cuento con mi boca, y así poder seguir besando a la mujer que amo.